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Fuego (relato corto) por Ang Deorum
Ha sido una noche larga, la luz de la luna se ha esfumado como una exhalación en medio del campo. La taza humeante entre mis manos me dice que las historias que dejé de contarle, se harán realidad cuando la última estrella deje de brillar en el cielo y el horizonte se pinte de vino tinto o violeta.
¿Qué pasará cuando mis párpados se cierren y deje de soñarle? Él siempre ha estado a mi lado cuando las nubes han oscurecido y mis pies se han fatigado. Él siempre ha estado conmigo cuando las gotas de agua salada de mis ojos se ha secado, y el dolor de mi pecho ha callado.
El mal sabor del té de hierbas me reseca los labios; pienso en lo que va a pasar y siento que no podré explicarlo. Esta tarde lo vi, con su traje de gala y su mejor sombrero. Sonreía con vasta serenidad y sus ojos le robaban la luz al sol.
Me sentí como la peor de las personas, pues cuando besó mis labios al despedirse, el ácido de mi resentimiento se filtró en su lengua, infectando sus venas. Sentenciándolo a una lenta y dolorosa muerte que rompería como las olas contra las rocas en una tarde de marea alta.
Bebo un sorbo de mi té de hierbas, y aprieto los labios. Quema; tal como debe quemar el sabor de la venganza en medio del limbo, donde no estás totalmente a oscuras, pero cuando la luz aún no aparece.
Otro sorbo de té, y la taza ahora solo alberga el calor de lo que una vez estuvo lleno de energía, energía que al desvanecerse, solo deja un cuerpo vacío, un recipiente bien estructurado, pero inútil.
Una bola infernal se eleva en el horizonte, empapando el oscuro sendero del alba con un tono naranja rojizo lleno de esquirlas humanas y materiales. ¿Acaso los humanos no somos materiales? Materiales que se desintegran aplicando leyes que nosotros mismos hemos creado.
La estructura en donde me encuentro, se sacude llena de pánico, consciente de que una horda de personajes lúgubres y curiosos, llenos de preguntas y acusaciones-¡Vaya que sí! ¡Sus acusaciones son las mejores!-podría llegar en cualquier momento y sacarme con las manos en la espalda. No lloraría por la pérdida de mi marido, no lamentaría la pérdida de mi hijo mayor, solo me aquejaría el no poder volver a ver la sonrisa de mi pequeño, ese de rulos y hoyuelos que corre a mis brazos cada vez que puede, cada vez que quiere. Ellos, los integrantes de la muchedumbre, me condenarían sin darme derecho a alzar una sola palabra a través de las paredes de aquella asfixiante casa de madera llena de recuerdos creados por dos individuos que pronto acabarían con la paz de mi alma, llevándome a este momento, a esta decisión.
Recorro los pasillos por última vez para llevarme al limbo, al cielo o al infierno, la imagen de la misma casa que un día vi llena de luz, ahora manchada de oscuridad y miedo. Temor y odio. ¿Cómo alguien puede mantenerte en el aire por tanto con tantas mentiras y después dejarte caer sin el mínimo atisbo de compasión?
Tomo un trozo de papel y una pluma: «Quien sufre en silencio, se llena de cicatrices. Heridas no curadas cuya sangre no derramada se acumula y le engulle, con el sabor del óxido y la sal, dejándote con ganas de más. Te acostumbras a saborear tu propio dolor, y llega el momento en el que quieres saborear el de otros.»
No hay miedo ni remordimiento en mi interior. El reloj de la sala bajo las escaleras suena su última campanada y cierro los ojos. ¿Hay una vida después de esta? No lo sé, pero si la hay, no creo tener derecho a vivirla.
Lo último que siento, es lo que ellos sintieron: fuego. Fuego en mi piel y en mi alma. Fuego que devora sin compasión todos los pecados y las faltas.